No soy erudito en temas literarios, ni poso de culto, “ni especialista en”. Tampoco creo que haga mal en tomar esa pequeña licencia de recomendar una lectura relacionada con el tema de esta bitácora. Ameritaba hacer algo. Se tenía que hacer, como una necesidad por compartirles una actividad fuera de la rutina habitual.
Empolvado, con olor a viejo y hojas amarillentas. Así lo encontré en la caja donde abundaban libros de otras épocas en mi vida que quise releer en el trayecto de este año. Allí salió. Un vago recuerdo, incompleto porque no me quedaba nada en la mente de aquella primera vez que lo leí hace más de 12 años. Antes, sin ser afín a la temática, quizás lo soslayé (no recuerdo bien por qué lo compré en ese entonces, intuyo alguna influencia por su autor).
Ahora lo vi interesante, útil para el momento. Lo tomé en mis manos y en una semana puedo contarles que es de lectura obligada, si estamos interesados en las apuestas deportivas.
Es una novela sencilla de leer, de la que hay buenas traducciones y no es cara. Insisto en el tema porque si alguien debe leer El Jugador, de Fiódor Dostoyevski, es usted, señor apostador. Del más especializado de los apostadores al más raso, el principiante. Si es tipster, revíselo sin falta. Y si no encuentra una identificación, sino solo por gusto, no se decepcionará. Por el amor al arte tampoco se sentirá insatisfecho.
Desde la misma concepción de la obra, de su historia previa acerca de cómo se escribió, ese hecho ya la hace interesante. Cuentan que Dostoyevski estaba quebrado, en una crítica situación por su adicción al juego. Como cuando a uno le pagan y de inmediato, de ese salario, solo queda el registro de la fecha en que le hicieron la consignación porque por derecha le descuentan lo que debe. No le quedó más remedio que cumplir con el cometido de entregar una novela en un tiempo récord de 7 días, so pena de incurrir en un delito.
Entonces, apelando a su fina prosa, la belleza de sus construcciones literarias y como si en este libro, de manera sugestiva (y creativa) el autor quisiera mostrarnos esas facetas del apostador en los casinos, El Jugador deja huella, marcada y persistente con el paso del tiempo. No se necesita ser especialista en literatura para dar cuenta de ello: Comprobarán esto con el solo googleo de El Jugador, seguido por Dostoyevski. La cantidad de documentación sobre la obra es un complemento interesante a la lectura.
Si usted es apostador, insisto, encuentra un aporte indispensable. No es la revelación de tácticas o estrategias. Aquí no hay eso, ni tampoco tiene sentido recomendar la lectura por ese tema en particular, puesto que la relación es la de un apostador de casino. Nosotros (por lo menos quien les escribe) nos desenvolvemos en las apuestas deportivas.
En lo que hay valor, por usar un término tan nuestro, es en el desarrollo de esos perfiles apostadores que, llevados al extremo con esa pluma tan metódica de su autor en la descripción sicológica de sus personajes, retratan los riesgos que se corren por acceder a las apuestas, sin importar qué tan avezado o no sea quien llega al casino de la pintoresca Roulettenbourg.
Especial fijación causa en la obra la llegada de la anciana rusa, tía del general, con bastante dinero y ademanes propios de la edad. De carácter recio, con aspavientos y comportamientos opulentos, desde su poltrona conoce el mundo de los casinos. Es con ella, tal vez, con quien mejor referencia tenemos acerca de esos riesgos tan grandes que implica el no saber manejar las derrotas. Las apuestas no son para todos y con Antonida Vasílevna obtenemos el más fino de los ejemplos. En ella también vemos cómo se refleja el estado pletórico de las victorias y ese trance que hay entre conservar una buena racha y dejarla ir, seducido por una ambición insaciable.
Esa voracidad que existe en las apuestas. El ego inflado al máximo es lo que Alekséi Ivánovich vive al final, sumido en una profunda crisis de inseguridades. Sin el amor de su vida, sin dinero, sin expectativas. Todo se lo deja a la ruleta, parangón de lo problemático que es el dejarse consumir por el juego, aun para quien goza de experiencia.
Tipster como esa voz que susurra al oído
“- ¡Es usted audaz! ¡Muy audaz! -me dijeron-, pero márchese sin falta mañana por la mañana, lo más temprano posible; de lo contrario lo perderá todo, pero todo…”
Le decían a Alekséi cuando fue al casino y estaba en un estado de gracia increíble. Todo salía. No había estrategia, simple azar. El destino quiso congraciarse con él. Era como un acto reflejo. Jugaba. Perdía. Ganaba… de nuevo caía y en dos jugadas recuperó la inversión. Una estupenda racha, merecedora de un aplauso por parte de un público aristócrata. Entonces, esa voz susurrante, le advirtió irse de una vez.
Cuando la lectura me llevó a este punto noté cierta relación con el mundo de los tipster, de su labor al momento de analizar y entregarles a sus clientes o seguidores un repertorio de apuestas propensas a dejarles dividendos al final de la jornada.
Ese portavoz de un mensaje cautelar también puede ser acechante, inquieto y directo al fracaso. La voz de los malos consejos. Quien se mueve en la espesura de la especulación, maestros del engaño, con sed de dinero fácil.
Son los tipster, buenos o malos, que nos hablan. Esa persona, especialista en la materia, quien a cambio de un dinero (pago) o por simple gusto de ayudar, aconseja. Conduce al apostador inexperto, al que necesita de un buen consejo para evitar el naufragio.
El consejero de apuestas y el dilema moral. Para qué aconsejar. Como una estrategia cuyo fin es obtener beneficios. Cuando estos lleguen, váyase, lejos del mismo casino si es posible, donde el dinero y la mente del apostador estén a salvo. De esos, parece, hay pocos. Son los que no mienten, que nos hablan sobre cómo manejar los éxitos o fracasos.
Es la auténtica lección en El Jugador. Un repertorio de sutiles, pero potentes cuestionamientos sobre el juego (apuestas) en los casinos.
“En aquel instante debí haberme retirado, pero una sensación extraña se apoderó de mí: un deseo de provocar al Destino, de gastarle una broma, de sacarle la lengua. Arriesgué la mayor cantidad autorizada, cuatro mil florines, y perdí… Entonces, aturdido dejé la mesa”.